El agua del lago estaba en calma, ni siquiera la ligera brisa que de vez en cuando mecía la barca conseguía alterar la cristalina superficie. Como cada sábado desde hacía diecisiete años, a las siete de la mañana, ya estaba Charls Bremiel moviendo su caña.
Aquel anciano, tenía la cara marcada por las arrugas de los años y la tez quemada por el sol. Nunca había sido demasiado guapo y si alguien le preguntaba, lo único bueno que diría de si mismo es que le gustaban sus impresionantes ojos negros. Se habían borrado las marcas en las comisuras de sus labios cuando sonreía, de lo poco que lo hacía y sus manos temblaban en un tic que no podía controlar.
Aquel pequeño rincón en soledad, era todo lo que le quedaba para si mismo. Desde la muerte de su mujer y la no tan deseada jubilación, pescar era todo el trabajo que tenía en su futuro. Pero no era esa la razón por la que se negaba a poner cebo en su caña. La verdad es que aunque le gustaba el sitio, odiaba cuando picaban. La vida era demasiado corta y hermosa para arrebatársela a otro ser vivo sin motivo. Él, con un trocito de carne y un cacho de pan, ya tenía suficiente para comer. Así podía olvidarse de causar ningún tipo de sufrimiento cuando algo se tragaba el anzuelo.